El ensalmo
Eduardo García Michel
En medio de tanta miseria y oscurantismo, había logrado triunfar. Actuaba por sugestión, sustentado en la fe.
Elvia, la muchacha quinceañera analfabeta, lo veía desde lejos, recostada del aparejo que colgaba de la pared de tablas de palma. Sufría de un vértigo extraño. Se espantaba como las mulas. Asomada en la ventana atisbaba un mundo que no había podido entrever. En su mente se agigantaba aquella figura a la que todos acudían, en busca de cura a sus males. Ella escuchaba con el oído puesto en su propio vientre.
-Fíjese en la culebrilla que le nació a la yegua en el pecho. Hay que hacerle un ensalmo_ decía uno, recostado de la empalizada.
_Y este hombre todavía cree en eso, pero ¡cuánto atraso!_ replicaba otro.
_ Se ve que usted no tiene fe, pero yo sí. He visto muchos casos en que ha habido curación_ afirmaba el primero, picado en su amor propio.
_Y que es lo que ha visto_ insistía el otro.
_Pues mire, desde niño he visto matar con el ensalmo a los gusanos que se metían en las orejas y heridas de los puercos_ aseguraba.
_Anjá, y, ¿cómo se ensalman los gusanos del puerco?
_Por las huellas.
_ ¿Por las huellas? Diablos, que grande. Y, ¿cómo se hace?
_Bueno, uno se fija en el rastro del puerco. Y ahí, encima de la huella, se hace la señal de la cruz y se pronuncian las palabras de curación. (Cartas a Evelina)
_Y ¿qué palabras son esas?
_Ah no, eso lo saben ellos. Se dicen en voz baja.
_Y ¿se caen los gusanos?
_Se mueren de una vez.
_ ¿Ha visto otro tipo de ensalmo?
_ Usted ve el hiede vivo, ese pajarito hediondo que se mete en la yerba, en los potreros.
_Si. ¿Qué pasa con eso?
_Pues que se pone un palo en cada esquina de la parcela para que no puedan escaparse. Y entonces se hace el ensalmo. Mueren todos.
_ Y usted no cree que sería mejor buscar un veterinario para curar los gusanos, o al agrónomo para liquidar el hiede vivo, en vez de estar creyendo en esas cosas.
_Se ve que usted no tiene fe; pero yo sí. Eso es más seguro que la medicina. Lo he visto con mis ojos. Y también se ensalma a la gente. Y se curan.
_ ¿Ha visto curar a gente?
_Si. Curar el empacho de barriga, el pecho apretado y la erisipela. Se hace una bolita con un pedazo de cabello y jabón de cuaba; se mete en un hoyito de la puerta de madera y se hace la señal de la cruz.
Mientras tanto, Elvia, recostada en el aparejo, rezumando su miseria, soñaba con aquel día reciente en que le dio el vértigo que por poco la mata. Tendida en el suelo, alguien lo buscó. No era ella una yegua con culebrilla para que él la curara, pero no conocían a nadie más. La vio serena, lívida, casi sin pulso. Se conmovió con su belleza arisca. Tembloroso frotó hinojo en su cuerpo. La cargó. La llevó al arroyo de javillos gigantescos en medio del merodeo de los pájaros carpinteros y la vigilia de la lechuza.
Al llevarla adonde acostumbraba bañar a las yeguas, se sintió cautivo de su belleza salvaje. Sin atreverse a tocarla, la depositó en el piso. Se proponía rogar por su curación, implorar por un milagro, pues no concebía que una belleza tan desbordada y plena pudiera sufrir y menos morir.
La trató con una delicadeza impropia de su condición. No necesitó los palos para el hiede vivo, ni las frases en susurro, ni la conjura contra la culebrilla. Tampoco recurrió al signo de la cruz ni al jabón de cuaba. Todo fue sencillo, pero sorpresivo, para un hombre acostumbrado a sugestionar, engañar, reírse de tantos ingenuos castigados por la ignorancia, rebosantes de candidez y nobleza.
Nunca imaginó que ella lo había estado esperando en silencio de siglos al calor del aparejo. Lo había aguardado con arte antiguo, con paciencia, con delirio, con un sofoco que era un llamado galopante a poseerla.
Sintiéndolo tímido, Elvia simuló despertar. Se le tiró encima con fuerza loca, diciéndole: “ven, coge ahora este ensalmo”. Y le asaltó con una pasión intensa, desquiciante, irrefrenable, agónica. Y allí, cobijados por bejucos, rodeados por efluvios de sudor de manada y pisadas cimarronas impresas sobre el piso barroso y húmedo, untados con frutos de cundeamor, consumaron lo que él no buscó, pero tampoco rechazó.
Y un día nació Can, el que ensalma y cura el mal de amores, aun en medio de todos los dolores.
Ocurrió hace siglos; sucede hoy; y quién sabe si también ocurrirá mañana.