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14 de Mayo, 2012 · cuento

La niña de la hondonada

La niña de la hondonada

Eduardo García Michel

En su angosto e irregular patio solía acumularse un polvo maloliente cuando apretaba la sequía, y  un lodo pertinaz y putrefacto si era que llovía.

Los desperdicios de la familia se depositaban en la hondonada, en el suelo adyacente a la choza levantada con trozos viejos de madera y techada de un zinc antiguo y carcomido. Las secreciones, recogidas en envases gastados, se tiraban al vertedero natural que habían improvisado en esa tierra yerma que los circundaba.

Si ni siquiera había letrina, ¿adónde diablos iban a poner aquello que les requería el cuerpo? 

¿A quién iba a molestar que esos olores infernales estuvieran ahí tan cerca, al lado del bohío? ¿Acaso les importaba su pobreza extrema? El hambre antigua. Su perfil escuálido y enfermizo. La ausencia de esperanza que tronchaba el caminar en la vida. Su resignación maldita y opresiva.

Un par de gallinas petisecas recorrían afanosas los alrededores en busca de gusanos e insectos, revolviendo aquella mugre espesa. Y toda clase de alimañas ocupaban el patio y los entresijos de madera.  

Ella, en ese entonces con apenas 12 años, con su carita animosa, asomaba sus ojos a la ventana rota. Y no entendía nada.

 Dormía amontonada junto a todos; escuchaba cada noche el crujir del camastro de su madre, arrimada a su padrastro, y los quejidos agónicos que emitía. Lo odiaba, no solo por las exhalaciones que hacía brotar a su madre en aquellas noches de sexo desquiciantes, sino porque solía pasar las manos por su pecho virgen, que apenas se asomaba.

A veces recorría el sendero largo desde el barrio marginado hasta donde se alineaban aquellas casas; ni pequeñas ni grandes: medianas.

El contraste, siempre el contraste.

Su madre iba a trabajar allí todos los días. Recibía un salario que apenas alcanzaba para mitigar el hambre y tirar tres granos de arroz a las gallinas.

Daba lustre a los pisos, exorcizaba el polvo; lavaba y planchaba. Hacía lo que hubiera querido hacer en su propio entorno, lleno de mugre. Y recibía indiferente los reproches de la señora gruñona que siempre se quejaba de que así no se ponían los cubiertos en la mesa, que de aquella manera no se servía la comida, que esa otra esquinita de la cocina no relucía lo suficiente, que había polvo acumulado en la mesita.

Es verdad que pudo haber hecho lo mismo en su propia casa. Pero, ¿para qué? Daba lo mismo. Hacía tiempo que había perdido la autoestima. Consideraba la limpieza como una pretensión de una clase social a la que se llegaba por que se nacía así, con la que contribuía a que mantuvieran su entorno ordenado y espléndido, a cambio de llevar una vida en el espanto, de ganar para tan solo reproducirse en aquellas condiciones deplorables en las que no se distinguía lo animal de lo humano.

La niña olía las fragancias en sitios ajenos, no de perfumes sino de un ambiente limpio. Y veía el teclear de aquella maquinita omnipresente. 

Con el tiempo pudo ir a una escuela destartalada, pupitres desvencijados, pizarra cuarteada, maestros con barrigas de lombrices, pero escuela al fin. Creció, compartió con otros de su misma extracción humilde.  

En los linderos del muro invisible que la separaba de lo relativamente opulento a lo radicalmente sombrío, oía hablar de avances tecnológicos, de gente que en un abrir y cerrar de ojos había acumulado fortunas inimaginables con no se qué tecnología de la información.

Se preguntó cómo podría dar ese salto, ella que de nada sabía. En su mente el viraje de posición económica se resumía en una maquinita pequeña que decían contenía el internet.

Ya tenía 15 años. Era dueña de un cuerpo esbelto e insinuante; un perfil fino y bello; una sagacidad madura y plena. ¿Acaso era hija, como una vez alcanzó a escuchar,  de uno de aquellos para los que su madre trabajaba? No lo sabía. Tampoco importaba. Parecía alucinante que el espeso lodo que la había circundado desde su niñez contribuyera a forjar un monumento así de regio.

Se propuso dar el salto. La clave era su cuerpo. Estaba consciente de que a su paso surgían vibraciones fuertes, arrebatos locos. Filos de cuchillo habían cimbrado su cintura grácil.

Meditó y se dijo: lo entrego al que más convenga, o la atrapo al instante.

Fue así que entró a la casa en la que con frecuencia acompañaba  a su madre. Con pasos insinuantes y cara de atrevida, coqueteó con el patrón, y percibió intenso el calor inflamado de su lujuria.

Fue a la mesa. Y en un arrebato frenético, se abalanzó hacia su objeto.  Con una mortificante y sensual sonrisa, sin que nadie pudiera reaccionar ni dijera nada, se llevó la laptop.

¡Carajo! ¿Y será verdad que es hija mía?, murmuró lacónico el patrón.

(edogarmi.fullblog.com.ar)

publicado por egarciamichel a las 22:28 · Sin comentarios  ·  Recomendar
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