El comejón, especie híbrida que devora instituciones
Eduardo García Michel
Escudado en la oscuridad, agazapado, de pronto dio un salto y la capturó. Al sentirla pegada a su piel el placer le subía por los hilos del alma y lo trastornaba.
La repasó con deleite. Había transcurrido tanto tiempo y ya la tenía.
En aquella época no se atrevía a insinuarse.
Fue difícil refrenar el deseo de tocarla, mientras sus sentidos desarrollaban un ansia frenética por poseerla.
Ahora recordaba cómo pudo lograrlo, sin que nadie lo advirtiera. Primero tuvo que vencer su resistencia, hasta que se sintiera confiada.
Sucedió por azar; quizás estaba predestinado para tan feliz hallazgo.
Un día descubrió al comején, que corroe la madera por adentro y la deja intacta por afuera. Al poco observó que el taxidermista vacía la sustancia vital de animales, los diseca y deja reluciente el caparazón como si estuviera vivo.
Pensó que si lograba unirlos sería invencible. Daría a los humanos la habilidad de destruir, sin que se notara; podría ganar batallas y simular que no se peleaba, pues la apariencia lo encubriría todo.
Eso era. Decir un cosa, y hacer la contraria; fingir acatar, y en cambio, doblegar voluntades con la mano de seda siempre llena.
No se sabe cómo logró que copularan, ni de qué forma el semen de uno le sirvió al otro. Puede que haya sido de él mismo, transformado. Pero que no lo sepan no significa que no lo hicieran. La posición fue indecente, trabajosa y dolió mucho. El producto es un ser inescrupuloso, engreído, carroñero.
Cuando el rayo partió el cielo lleno de ira, allá en el Bósforo donde se confunden los mundos, nació el comejón, híbrido de animal y humano.
Su piel es húmeda. En la boca recircula una saliva espesa y pegajosa, mal oliente, con la que adhiere las cosas a su piel. Orejas grandes. Ojos minúsculos. Ramalazos de pelo encajan debajo de su ancha nariz.
De que es feo, el maldito, lo es, aunque no deja de tener su gracia. Ese bigotito tan ralo, algún encanto tendrá.
Su especialidad es corroer instituciones. Le encanta trepar en las paredes legislativas, husmear en las gavetas, recostarse en los sillones. Allí se reproduce a montones. También se especializa en los partidos y, en general, en las hembras cimbreantes ataviadas con el hechizo institucional.
Tomó la presa, la enrolló y pegó sobre su cuerpo escamoso, con deleite lúdico. Sus ojos saltones brillaban con intensidad. Otros conjurados repetían idéntica operación.
Luego de haber ejecutado el acto para el cual estaban programados, se encaminaron hacia la sala majestuosa, llevando cada uno su respectiva carga.
Verificaron el quórum. La mitad más uno. Sonó el mazo. Iniciaron la sesión.
Crunch, crunch, crunch, crunch. Se escuchaba. Crunch, zippp, crunch, zippp. Era un ruido paradójico, silencioso, sepulcral, de tumbas profundas. Estridente, desgarrador.
Poco a poco ellas fueron siendo penetradas, surcadas por canales microscópicos, mientras residuos diminutos se desprendían. Cientos corrían excitados por los canales recién abiertos.
Al final de tan pletórico trabajo, lo extraordinario fue que todas estaban intactas en apariencia, sólo que ya no tenían contenido. Los comejones lo habían engullido. Eran letra muerta.
En el piso yacían por aquí, por allá, desordenadas. En una, en su parte superior, quedaba un tenue rastro, y casi podía leerse que decía “Constitución”.
Se ignora que ocurrió después, cuando la conmoción y el estruendo lo arrasaron todo.
Algunos recuerdan el ruido de la multitud, enardecida, desafiante, buscando lavar la mancha del atrevimiento. Otros, el chasquido de metales rojos y el pisotón torpe de la bota, que trituró el cráneo de un inmenso y embrutecido comejón.
En lo que respecta a ellas, se conoce la vieja aspiración de reconstruirlas, reforzarlas, si los indolentes y apáticos no volvieran a confiarse tanto.
Quién sabe si todavía quedan comejones, cobijados a la luz del apagón; expectantes, sinuosos, examinando variantes y posibilidades, a la espera de una oportunidad, que creerán tenerla al alcance de su palma.