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30 de Enero, 2012 · poema

A amanecer, la niebla

Al amanecer, la niebla

Eduardo García Michel

Que nadie pretenda querer definirlo.

Es solo la niebla situada entre la oscuridad de una noche que huye y el lento despertar de un día que descorre su velo.  

En el horizonte se dibuja la montaña borrosa con jorobas enhiestas. Verde, tintes tímidos de azul, amarillo tenue, cobrizo, abigarrados colores que hacen alarde de profundo contraste.

Rayos que se filtran y diluyen su espectro con formas distintas sobre un lomo cansado; cima hastiada de mirar tantos siglos de guerra infecunda, de contemplar al humano desquiciando la tierra con afán destructivo, con hacer sin sentido.

Paisaje que cura hondas  cicatrices en almas inquietas.

Y no es poesía, dominio de pocos.

Es el amanecer en medio de la niebla plomiza con la piel humedecida por el arrullo leve de la brisa tenue. Comprobar que se siente el nacer cada día con notable armonía. Las hojas serenas de los pinos ya viejos. El ruido del discurrir cotidiano al fin ausente. Las notas suaves del murmullo que sopla y pulsa las ramas en su teclado incorpóreo y arranca sonidos que tranquilizan el espíritu, que lamen heridas de los cuerpos cansados.

Es la maravilla inquietante de la creación que se repite intervalo a intervalo, tic tac a tic tac, sin que aprendamos a notarlo, sin que atinemos a apreciar que ahí está lo que fuimos, somos, y seremos. Sin pretensiones de clase, sin distinciones sociales.

Colocados allí tan desnudos e indefensos, como simple combinación de energía y quizás de toque divino, en lucha incesante por explicar el soy, existo, y sobre todo por articular un existiré, destinado a fundirse, diluirse, integrarse,  en la unidad sin forma del universo profundo.

Es el batallar inacabable por tratar de alcanzar la eternidad a través de pretextos o justificaciones inútiles.

No es poesía, propia de contados elegidos.

Es sentimiento provocado por la grandeza y esplendor de los primeros reflejos de luz que cortan el mar de algodones de los valles altos, sitúan a los mortales en su  apropiada dimensión y hacen valorar su pequeñez infinita.

Entonces acomete el aguijón de la mente que perturba el momento.

En los caminos de esos picos jorobados por las fuerzas telúricas, cuando la soledad obliga a comulgar de tú  a tú con la naturaleza pródiga, te preguntas.

Y todo ¿para qué?

Dije que no era poesía.

El vacío planetario se yergue en tu mente, con una insinuación  que no quieres ni puedes admitir.

Esa belleza inmensa, ese espectáculo grandioso de la noche estrellada, que hace guiños intermitentes de complicidad e incita a los enamorados a desahogar su lujuria al amparo de su influjo; esos picos elevados que tocan los astros, inmersos en nubes que acarician su falda, preñan su seno y lo hinchan de agua.

Todo eso, ¿para qué?

Si lo que espera agazapado y artero es el vacío imponente, el diluir del yo, la aviesa y triste suprema verdad de la muerte.   

Y allí, en la cumbre del picacho puedes hacer un alto en el camino, ya sin nubes, ya sin niebla, con el espíritu encogido.

Y mirar hacia adentro de tu propia colina. Y darte cuenta de que si el universo es infinito, también lo es el que contiene tu propio cuerpo.

En ese instante puedes meditar acerca de tu improbable prolongación. Y en ese segundo quizás te des cuenta de que es hasta un día, tal vez maldito, quizás bendito, que te impones segundo a segundo a la vieja ingrata de la guadaña pestilente; y que proyectas con firmeza tu eternidad cuando colocas tus genes en el recipiente de tu compañera amorosa y compruebas que esa descendencia eres tú mismo, en forma distinta.

Y que cada obra que realizas con el corazón desinteresado a favor de un prójimo, extiende el horizonte temporal de tu recuerdo; y cada paso creativo que das alarga tu vida en la memoria colectiva, aun estando sumido en el silencio eterno.  

Pero, por encima de todo, la gran cuestión no es esa. Es algo tan sencillo como lo sugiere la gota de agua que se asienta en la hoja verde y refulge; como la brisa suave que acaricia la tez cuando agobia el calor; como el corazón que se expande y rebosa de alegría cuando obtienes un logro, por sencillo que fuere; como el hijo que nace envuelto en su cobijo de sangre, que alumbra por siempre tu camino.

Lo que importa es dar sentido a la vida, cada cual según su medida. Vivir en armonía con el conjunto del universo y con el tuyo propio.

Y aferrarse a la esperanza ante el misterio insondable y terrible.

Dije que no era poesía.

publicado por egarciamichel a las 10:51 · Sin comentarios  ·  Recomendar
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