Las Cuevas de Sésamo
Eduardo García Michel
En Madrid, lugar donde estudié la carrera de economía en la segunda mitad de la década del sesenta, había tiempo para el esparcimiento, así como tentaciones abundantes. Estaban, por ejemplo, los mesones, tascas y bares, que han hecho famosa a esa ciudad por su calidez y buen ambiente.
Solía frecuentar uno de esos establecimientos, llamado “Las Cuevas de Sésamo”. Me encantaba estar allí. Era una forma de aparcar la nostalgia de la tierra y acelerar la integración a una cultura diferente.
Las Cuevas de Sésamo estaban ubicadas en un sótano, cerca de la Puerta del Sol, en la Calle del Príncipe, en el centro de la ciudad. Las áreas que acogían a los parroquianos se encontraban separadas por paredes blancas, conectadas por arcos de medio punto. En cada pared se mostraba trozos de pensamientos y poemas de García Lorca, Baudelaire, Simone de Beauvoir, Valery, Neruda, y otros autores, románticos, picarescos y eróticos.
Había un piano, al que algunos de los concurrentes le arrancaban notas musicales, que servían para disipar las penas.
El sitio estaba cargado con una nube de humo espesa, originada en el consumo de cigarros y cigarrillos en un recinto cerrado. Y yo, que nunca he fumado, tenía que aspirarla, y permanecer allí con los ojos irritados y llorosos, pero fascinado por aquel entorno bohemio encantador e insinuante, cuyo mayor valor residía en la presencia rebosante de la alegría juvenil.
Inspirado en el ambiente lúbrico de Las Cuevas de Sésamo, escribí el intento de poema que sigue a continuación, como una colaboración al contenido del pequeño periódico que editaban los estudiantes dominicanos establecidos en Madrid.
Y lo hago de conocimiento público ahora porque acabo de redescubrir ese material, que se me había perdido, y para que se sepa que por ser economista, no se deja de ser humano. Espero que el lector no se espante ni horrorice, y que me conceda su indulgencia generosa. Fue escrito casi al cumplir los 20 años.
“Las Cuevas de Sésamo
El humo…
Ese renglón osado que penetra en versos hasta mi corazón.
Esa música suave, con sus notas en falso, que una mano prosaica quiere dominar.
Y la gente, en su afán cotidiano, caminando los días en el reloj del mundo.
¿Qué son? ¿Qué buscan? ¿Qué hacen?
Un rumor que penetra, en ondas continuas.
Alguien sale, alguien llega, congelando el camino para ser neutral.
Y el humo, en su venir continuo, hiriendo las retinas hasta hacerlas llorar.
Y entonces, otra copa, sí; con ron, para ser de mi tierra y pensar sudoroso en esos muslos abiertos; en ese olor a tabaco de mulata tropical.
Y apurarla lentamente, apurarla suavemente.
Deleitarme en su sabor, empaparme en su olor.
Y escanciarla hasta el fondo al palpar su fuga plena, al sentir la briosa ola que en un murmullo me arropa.
Al nacer de un suspiro, al dejar la luna llena.
Queda vacía mi copa.”
Fue una época inolvidable aquella de estudiante en Madrid, en la que no sólo me embriagué del entorno estimulante y de su encanto mundano, sino que también asumí el desafío intelectual que implicaba. Allí recibí la formación universitaria completa, y fui evolucionando desde el azoramiento más primitivo al ir descubriendo poco a poco, con mis propios ojos y sentidos, tantos vestigios todavía vivos de la cultura universal, hasta el envanecimiento ingenuo al creer que por vivir en un mundo más desarrollado se era más grande y se conocía más.
De aquellos tiempos doy fe de que en Madrid convergió un grupo notable de estudiantes dominicanos, que no menciono porque son muchos y no quiero que se me escape ninguno, y todos pusieron en alto el nombre de la patria con su comportamiento correcto. A su regreso, se destacaron en el ejercicio de sus respectivas profesiones, como si el hecho de haber vivido en una cultura más avanzada ayudara a tener un mejor desempeño en la vida.
Algunos de los que estuvieron allí y coincidieron conmigo, han sido rectores de universidades; otros, psiquiatras reconocidos; algunos más, médicos que se han destacado en diversas áreas de la medicina; otros, politólogos y sociólogos de renombre; algunos más, economistas con algún éxito en sus carreras pública o privada; y así en otras áreas del conocimiento.
Y ahora que me encuentro de vez en cuando con algunos de ellos, y me muestran su semblante austero, ceño arrugado, perfil cansado, no puedo dejar de pensar, con una sonrisa socarrona, en el cambio que se opera según el ciclo de edades: ¡tan alborotados con su libido en Las Cuevas de Sésamo y tan adustos aquí y ahora!
(edogarmi.fullblog.com.ar)