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25 de Junio, 2012 · poema

Juan Borinquen

Juan Borinquen

Eduardo García Michel

Como decía en el artículo anterior titulado “Las Cuevas de Sésamo”, viviendo en Madrid para estudiar mi carrera, escribí algunos artículos para el periódico estudiantil de cuya redacción estaba encargado. Uno de ellos pretendía parecerse a un poema, salvando mis evidentes limitaciones, en este caso dedicado a un campesino de carne y hueso, Juan Borinquen,  quién era capataz en la finca que mi abuelo Pichilín Michel tenía en El Corozo, Moca.

Todavía no acierto a comprender de qué y cómo se nutren los sentimientos. No me explico cómo en aquellas horas de meditación pude haber transportado en mi mente la imagen de este campesino abnegado, pobre, con los pies descalzos rebosantes de lodo, la ropa raída, el semblante cansado, estando yo situado, como estaba, en medio del bullicio de una ciudad tan espléndida como era Madrid, apurando las novedades de un mundo distinto, lleno de sorpresas, estimulante en alto grado.

Y sin embargo, a pesar del tintineo radiante de las luces, y de los múltiples encantos que brindaba la ciudad, sobre todo a los jóvenes, mi pensamiento se desviaba hacia el Corozo de Moca, envuelto tan sólo en las luces que encendían los cocuyos en las noches, y en el tormento de las picaduras de las niguas, y cuyo encanto estaba compuesto de lo más elemental y primario, el barro.

Tal vez se debía a que, Juan Borinquen, siendo yo un niño, supo cuidarme y protegerme en esas ocasiones en que frecuentaba esa finca. Y, porque me sentía conmovido por su situación social y lo veía como alguien que no merecía vivir en ese estado de pobreza. Todo eso representaba en mi mente calenturienta un contraste muy grande, o quizás un dolor de consciencia muy fuerte.

El hecho es que compuse las cuartillas que figuran abajo, cuando cumplía los 20 años y me encontraba estudiando economía. Esa es la edad en que se siente con más fuerza el impulso de escribir, de hacerse oír a plena voz, como una manera de auto convencerse de que se ha empezado a dominar al mundo y ya no se es más un engranaje inanimado en la tómbola del universo.

Pero también es la edad para desarrollar la sensibilidad y orientarla hacia propósitos trascendentes, o no.

En aquel entonces, recordaba a Juan Borinquen como el capataz alegre y conversador, que gustaba de montar a caballo los domingos en el pueblo, luciendo sus mejores ropas; persona confiable, amigable, de corazón abierto y generoso.

También lo vislumbraba envuelto en la faena diaria, masticando el lodo, enjugando el sudor, o llevando en bidones la leche fresca del ordeño de las vacas, transportados en una carreta hasta el puesto casero de venta, ubicado en la parte de atrás de la casa de mi abuela Tavita.

Y la verdad es que habiendo contrastes, como había, tampoco era que existiera riqueza apabullante por el lado del propietario, sino apenas lo necesario para subsistir y vivir con un mínimo de decencia, pues en aquella época en ese pueblo de Moca repleto de agricultores las diferencias sociales existían, pero sus aristas estaban recortadas y menguadas por el milagro de cada día de una educación al alcance de muchos.

El texto dice así:

A Juan, el campesino

A las cinco de la mañana, Juan, el campesino pobre, jefe de peones, se restriega los ojos doloridos. Es hora de salir para el trabajo. No lleva ambición alguna sobre sus hombros. Hace cuarenta años que viene abonando el conuco con el sudor que brota de su cuerpo.

Nada le pertenece, no posee nada.

Se lanza de su carcomido catre al oír el canto de los gallos. La tierra aguarda el sudor que la hará parir. Enciende su pipa y afila el machete.

Aee, oaa, aee, oee, suena el canto de Juan.

La tierra negra y recia espera las caricias de sus manos encallecidas.

Aeeee, oaaaa, aeeee, oeeee.

Al trabajo llama a los otros campesinos. Uno tras otro cruzan el trillo que los lleva al conuco.

Aeeee, oaaaaaaa, aeeeeeee, oeeeeeee.

El viento sano golpea sus caras; en la copa de un árbol un ruiseñor canta.

Aeeeeeee, oaaaaaaa, aeeeeeee, oeeeeeee.

El ganado pace tranquilo; a establo huele la ropa del campesino.

Aeeeeee, oaaaaaaa, aeeeeeeeee, oeeeeeeeeee.

El establo es una ciénaga; a estiércol huelen los pies del campesino.

Aeeeee, oaaaaaaaa, aeeeeeeee, oeeeeeeee.

Ya están los campesinos en el sembrado. Cuarenta años en el sembrado.

Aeee, oaaa, aeee, oeeeeee.

Ya riegan las semillas. Cuarenta años en el sembrado.

Aeeee, oaaaaa, aeeeee, oeeeee.

Un día faltó Juan. El gallo no cantó. El ruiseñor voló a la copa de otro árbol.

Aeee. Oaaaa.

Ya no está Juan en el sembrado.

Aeeeeeee. Oeeeeee.

Su cabello era espeso.

Aee. Oaa.

Se embebió de lodo; se ensució de estiércol.

Aeeeee. Oaaaaaaa.”

 

edogarmi.fullblog.com.ar

publicado por egarciamichel a las 11:25 · Sin comentarios  ·  Recomendar
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